Lejos de llegar a un acuerdo de alto al fuego definitivo, – algo que ha sido intentado y quebrantado en repetidas ocasiones, – la conferencia no ha hecho más que avivar el conflicto, derivando en el resurgimiento de la actividad beligerante en el país. Mientras el mundo entero estaba luchando contra un enemigo invisible, el COVID-19; en Libia la población estaba siendo sometida a una disputa de poderes externos, que pese a la pandemia no ha dejado de acentuarse.
Para poder entender qué está pasando en la región, es importante trasladarnos a la raíz de la tensión política que se remonta mucho antes de las revueltas pro-democracia de la última década que tuvieron lugar en el norte de África y Oriente Próximo, incluso antes de Gadafi.
Sería erróneo analizar el problema libio desde la aparición de Gadafi, como si este hubiera significado la instauración de la autocracia en el territorio. Lo cierto es que, como todas las otras naciones africanas, Libia era una colonia. Primero del Imperio Otomano a principios de siglo XIX y más tarde de Italia, hasta que ganó su independencia en 1951. Aunque para muchos la declaración suponía un mero acto simbólico.
La independencia fue facilitada por la comunidad internacional a través de Naciones Unidas a cambio del establecimiento de franceses y británicos en la zona, y el retorno de la monarquía Senusís como autoridad política. Un cambio que alejado de implicar una nueva era, perpetuaba la dependencia de la población Libia en las potencias externas.
Muamar el Gadafi emergió como líder socialista, lideró la revolución contra la monarquía en 1969 y se instauró en el poder. En los primeros años estableció una reforma agraria, impulsó un sistema de seguridad social, asistencia médica gratuita, la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas del Estado y nacionalizó la industria petrolera. Todo esto supuso un gran desarrollo en las infraestructuras, la economía y sociedad libia; que antes del golpe estaba sumida en la precariedad.
Sin embargo, las promesas socialistas de Gadafi se convirtieron en un simple montaje para sostener lo que fueron 40 años de dictadura y lucro propio que, con apariencia comunista, amenazaba el control de las potencias sobre la zona. No es de extrañar que la comunidad internacional pusiera tanto empeño en acabar con la dictadura, hasta el punto de intervenir militarmente y causar el asesinato del propio Gadafi en 2011. Lo que ha terminado por desestabilizar y sumir al país en la pobreza.
Ese mismo año se celebraron las primeras elecciones libres en Libia, del que surgiría un gobierno provisional, – el llamado ‘Consejo General de la Nación’, apoyado por los Hermanos Musulmanes, – con la función de elaborar una nueva constitución; tarea que fue descuidada y apartada mientras la nueva fuerza política sumía Libia en la corrupción.
Es por eso que en 2014 se celebraron nuevas elecciones que, marcadas por la violencia y el caos, concluyeron en la salida del antiguo gobierno y su sustitución por una nueva facción llamada ‘Casa de los Representantes’. No obstante, el resultado no agradó al Consejo General que calificó a la fuerza elegida como ilegítima y la obligó a abandonar la capital (Trípoli). Esto generó una severa indignación por parte del partido vencedor y sus simpatizantes, que se instalaron en la ciudad de Tobruk, desde donde iniciaron un plan para hacerse con el poder que les había sido democráticamente otorgado.
A partir de ese momento, se inició la confrontación entre ambos «gobiernos». Un clima caótico que favoreció la entrada de grupos yihadistas y islamistas radicales como el Daesh quienes aprovecharon la desesperación social para reclutar militantes y ganar presencia en el territorio. Tal gesto hizo despertar a la comunidad internacional, que facilitó el rápido establecimiento de un gobierno internacionalmente reconocido, que debería unificar a la nación.
Sin embargo, este nuevo gobierno que, desde Trípoli y liderado por Fayez Al-Sarraj, se proclamaba como legítimo, tendría que enfrentarse al gobierno de Haftar en Tobruk, los simpatizantes que quedaban del ya débil Consejo General, y a los islamistas radicales. Un conflicto que desde 2014, no ha hecho más que acentuarse hasta el día de hoy.
Volvamos a la actualidad. ¿Por qué la reciente conferencia de Berlín no ha conseguido un alto al fuego duradero? ¿Por qué algunos analistas advierten que Libia está cerca de convertirse en una segunda Siria? Porque se trata de una guerra, en parte, disputada potencias en vez de por la propia población.
Libia es un foco de interés mundial por diversas razones. Es la mayor reserva de petróleo de toda África y en los últimos años, se ha convertido en la puerta hacia Europa. Es decir, en un actor preponderante en el control migratorio y el sector energético. Pese al embargo armamentistico, las partes son sostenidas por las importaciones de Turquía, Egipto, Qatar, Francia o Italia, entre otros.
Las decisiones que tomen todos los actores implicados pueden destinar o no, a la inestabilidad sistémica del país, complicada de reconducir; fomentando la proliferación de grupos de crimen organizado y yihadismo, que hasta el momento, ya ha contaminado la zona del Sahel; y podría determinar también, el futuro de Europa.