Manifestantes de todo el mundo han llenado las calles y las redes con el lema ‘Black Lives Matter’ y han utilizado el color negro de manera simbólica con el fin de denunciar dichos actos. En el caso de Sudáfrica, país de gran trascendencia en lo relativo a la lucha contra la segregación racial por la situación durante el régimen del apartheid, el Congreso Nacional Africano ha lanzado una campaña animando a la población a vestirse de negro cada viernes en solidaridad con las víctimas y el movimiento.
No obstante, este acto ha quedado en entredicho, pues como han denunciado varios grupos antirracistas, la discriminación institucional también es una constante en el día a día de los sudafricanos negros. Sin ir más lejos, encontramos el caso de Collins Khosa, víctima de la brutalidad policial durante el confinamiento por la pandemia del Covid-19, al ser acusado de vender alcohol tras las restricciones del gobierno. O también, la muerte de 34 personas a manos del Servicio Policial de Sudáfrica durante una huelga en la mina Marikana en 2012, y cuyas familias a día de hoy aún no han visto compensación alguna ni rendición de cuentas.
Con ello, la realidad del país con respecto a esta cuestión sigue siendo delicada, ya que más de 25 años después del fin del apartheid, la estructura económica heredada del régimen sigue casi intacta, y sus condiciones se han visto agravadas por la crisis económica mundial de 2008. La riqueza y las tierras siguen en manos de ciudadanos blancos, pese a representar únicamente el 8% de la población; la tasa de desempleo de los blancos es del 7,6% frente al 30,4% de la población negra, que se ve abocada a la exclusión y a vivir en pésimas condiciones, situación que no hace más que fomentar un círculo vicioso de desigualdad.
Ante esta situación, y en solidaridad con el movimiento, múltiples manifestantes se desplegaron ante las embajadas y consulados de Estados Unidos en el país y frente al parlamento sudafricano exigiendo que se tomen medidas que supongan un cambio también en su Estado. Gran parte de ese activismo antirracista proviene de las universidades. Jóvenes pertenecientes a la generación post-apartheid que, ante una “cultura institucional opresiva” y la “exclusión académica”, empezaron a agruparse bajo el lema #FeesMustFall en 2015 con el objetivo de detener los aumentos en las tarifas, y tratando, de este modo, garantizar el acceso a la universidad a los colectivos más desfavorecidos. Otras de sus demandas fueron un aumento en el número de profesores negros (únicamente un 3.5% frente al 86% blancos en 2013) y mejoras en los salarios de los trabajadores universitarios.
Por otra parte, la cultura afrikáans blanca, predominante en las universidades, también se consolidó como tema clave de las protestas. Grupos como Open Stellenbosch de la Universidad de Stellenbosch fueron creados con la intención de “desafiar la hegemonía de esta cultura” y evitar la discriminación de los estudiantes y personal negro. Exigían, entre otras, que todas las clases estuviesen disponibles en inglés, a fin de que ningún alumno se viese obligado a aprender o a comunicarse en afrikáans – la cuestión lingüística ha sido, desde siempre, motivo de conflicto en la región.
Con todo, los hechos ocurridos en Norteamérica han puesto en el punto de mira el racismo sistémico y la discriminación a la que se enfrenta la población negra en todo el mundo. Aunque parece que únicamente hemos sido conscientes de dicha desigualdad cuando esta ha tenido lugar de manera significativa en Estados Unidos, – pasando por alto otros países como, en nuestro caso, Sudáfrica – dada la importancia de occidente a la hora atraer la atención mediática internacional. Sin embargo, las protestas han servido para crear consciencia y poner sobre la mesa que se trata de un problema estructural a nivel global y que, por tanto, se necesitan cambios a gran escala con tal de conseguir una transformación social y en la realidad de la población afrodescendiente.
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